De Bilbao y Madrid les contaré un poco en otro post, pero, por el momento, quisiera compartir con ustedes un breve texto. No es más que un conjunto de pensamientos que tuve mientras viajaba, pero pensé que tal vez ustedes querrían leerlos.
El viaje de Madrid a Bilbao comenzó a las cuatro de la tarde y no terminó sino hasta las diez de la noche. Había volado desde Hamburgo a las ocho de la mañana, así que para cuando me pude sentar en el camión (bus, le dicen en España) que me llevaría al País Vasco, ya estaba muy cansada. Para aquellos que, como yo, no tienen idea de geografía española, el País Vasco es una región autónoma del norte de España que incluye las provincias de Gipuzkoa, Araba/Álava y Bizkaia, donde se encuentra Bilbao.
Apenas me senté en el autobús, saqué el libro que había comprado en el aeropuerto, Big Magic (Libera tu magia), de Elizabeth Gilbert. Después de cuarenta minutos me quedé dormida, pues traía ese cansancio que se le acumula a uno cuando lleva viajando mucho rato.
Desperté una hora más tarde, cuando el camión, bus, se detuvo frente a una de esas tiendas que se encuentran sobre la carretera a la mitad de la nada. Por unos momentos, pensé que tendríamos una pausa de cinco minutos para comprar café. Un buen café me hubiera venido de maravilla. Para mi desilusión, no hubo tal pausa: un hombre se bajó del bus y nosotros seguimos por nuestro camino. (El café que ven en la foto es del aeropuerto).

Pasamos por lo que supongo que era un pueblo, pero que más bien se veía como un par de cuadras compuestas por casas empedradas y rejas (verjas, les dicen en España) de hierro. Sentada junto a una puerta estaba una señora vestida de rosa y yo me pregunté si estaría teniendo un día agradable. Con un clima como ese y en un lugar tan tranquilo, imaginé que sí. Yo creo que voy a extrañar bastante ese silencio que sólo se encuentra cuando se vive a las afueras de un lugar pequeño ahora que me mude de vuelta a la gran ciudad.
El paisaje pronto se tornó amarillo cálido y no se veía nada. Solo unos árboles aquí y allá y nada de gente. En uno de los letreros sobre la carretera leí que íbamos camino a la ciudad de Burgos y me acordé de mi amigo, el escritor, de apellido Burgos. Todavía no es muy conocido, pero eso va a cambiar pronto, pues tiene mucho talento como para pasar desapercibido.

La última vez que estuve en un bus por tantas horas fue cuando pasé por los Highlands escoceses, cuando iba camino al Lago Ness, pero el paisaje no podría haber sido más diferente. Estando sentada con las piernas entumecidas y la espalda comprimida, recordé eso que siempre pienso cuando pienso en viajar: a mí no sólo me gustan los lugares a los que voy, sino el camino que tomo para llegar a ellos. Lo siento por las personas que aman viajar, pero que no soportan el viaje. Pienso que las horas incómodas en las que uno está sin poder moverse, los bebés que lloran todo el camino y la mala comida del día son partes importantes del viaje. Supongo que lo mismo se puede decir de la vida, uno no puede salir a ver cosas nuevas esperando encontrar lo mismo que tenía en casa; muchas veces son incómodas, pero al final valen la pena.

En este viaje noté también una cosa: por más que disfrute viajar en avión o en tren, ningún lugar se puede apreciar tanto como cuando se le conoce en coche o en camión; bus, si se toma en España, o colectivo, si se toma en Argentina.