Navegando en el mar de la desinformación

A veces siento que me ahogo en el mar de información y de desinformación.

Las redes nos permiten acceder a millones de artículos de opinión, noticias y comentarios de gente que conocemos y de gente que no conocemos y de gente que antes conocíamos, pero que en realidad ya no recordamos y de gente que vimos alguna vez, pero que comparte cosas interesantes y de personas que conocemos bien y que quisiéramos desconocer. Todos los días, todo el tiempo.

Y no todas esas noticias, opiniones y comentarios son ciertas. A veces porque están interpretadas de manera incorrecta para reflejar algo que no es, a veces porque simplemente son mentira. A veces no tienen que ser ciertas o estar basadas en hechos, solo necesitan ser opiniones extrañas y, muchas veces, agresivas.

Yo a veces pienso en lo que aprendí y lo que no aprendí en la escuela. Algo que no nos enseñaron fue a escudriñar lo que leemos, a investigar y a filtrar la información. ¿A cuántas personas no nos tocó leer la historia de los niños héroes sin hacer diferencia alguna entre los mitos nacionalistas y los hechos históricos? No recuerdo la respuesta de mi maestra de primaria cuando se me ocurrió decir en la clase que la historia era inventada. Solo recuerdo que apretó los labios. En la preparatoria las cosas cambiaron y no cambiaron. Mi maestra de historia de preparatoria resultó ser lo contrario a la de primaria. Una mujer llena de opiniones y datos históricos que no siempre aparecían en los libros oficiales, que nos invitaba a investigar por nuestra cuenta, a buscar más fuentes, que no disfrazaba los hechos con mitos nacionalistas. Al contrario, los llamaba por su nombre y los criticaba abiertamente, a veces con groserías. Su clase ha sido una de las mejores que he tenido. Pero fue también en la preparatoria que nuestro maestro de biología hizo algunas de las aseveraciones más absurdas, sexistas y racistas que he escuchado. Alguien que constantemente nos recordaba que «era un hombre de ciencias», pero que no dudaba en utilizar su posición para castigar cuando las alumnas usaban un vocabulario «inadecuado», para ser duro con los alumnos que no encajaban en su idea de masculinidad, para perpetuar estereotipos racistas absurdos, pero que en su momento creímos. Después de todo, era un hombre de ciencias. La desinformación entraba por la misma puerta que la información.

En la iglesia nos leyeron aquel pasaje bíblico una y otra vez de la importancia de «escudriñar las escrituras», pero han sido pocas las personas que realmente enseñaban a hacerlo. Más de una vez escuché a predicadores compartir sus interpretaciones cuestionables como si fueran la verdad absoluta. A veces miraba a los lados para ver si había alguien a quien le parecía extraño lo que estábamos escuchando. Alguna vez un compañero me susurró durante una clase, «¿qué le pasa a este señor?», pero nadie le dijo nada. Al menos no durante la clase. Ha sido en la iglesia misma que he escuchado predicadores hablar de la importancia de no dejarse llevar por la interpretación humana, de regresar al texto original, de leerlo en contexto, de buscar la verdad. No literalmente en la misma. Me he cambiado más de una vez de iglesia.

El pensamiento crítico es algo que se tiene que enseñar, practicar y mantener, como el ejercicio físico. Y al igual que el ejercicio físico, al principio duele y es agotador, al principio se siente como la peor idea, pero con el tiempo vamos mejorando, nos vamos acostumbrando. Me ha costado mucho tiempo y mucho trabajo desaprender miles de cosas que escuché en la escuela, en la iglesia, en la calle. Más las que me faltan.

Constantemente pienso en ese versículo bíblico.

Antes bien, examinadlo todo cuidadosamente, retened lo bueno, absteneos de toda forma de mal.

1 Tesalonicenses 5: 21-22

Otras versiones dicen «desechad lo malo».

En el mar de información y desinformación facilitado por el internet y las redes sociales, la frase ha tomado un nuevo significado. La relación que tenemos hoy en día con el internet, la facilidad con la que podemos encontrar teorías conspirativas y mentiras nos pone a todos en riesgo, no solo a quienes las creen. Lo peor es que muchas veces vienen de gente, de grupos y de páginas que conocemos. Ya sea porque tenemos cosas en común, porque son familia, porque hemos crecido juntos. A veces las creemos porque vienen de esas fuentes familiares, otras, porque más que enseñarnos algo nuevo, «confirman» algo que ya pensábamos, independientemente de si es cierto o no. Sesgo de confirmación, se llama. Se vuelve un círculo vicioso, donde la gente cree algo y busca fuentes, no para ver si es verdad, sino para confirmar lo que ya cree, para encontrar algo que confirme sus ideas.

¿Pero cuándo nos enseñaron a lidiar con eso? ¿A cuántas personas no nos aventaron al mundo solo con la frase «no creas todo lo que lees en internet» sin siquiera tratar de ayudarnos a distinguir un internet del otro?

El otro día vi una discusión en Facebook donde una persona usó screenshots de noticias falsas para justificar sus argumentos sin patas. Cuando su interlocutor utilizó screenshots de Twitter de una fuente oficial (noticias oficiales recientes sobre una embajada publicadas por la embajada misma), la primera persona le acusó de hipocresía porque «se quejaba de que no usaba fuentes oficiales y su fuente era Twitter». Esa primera persona es una persona horrible, pero independientemente de su desafortunada personalidad, creo que entiendo que no haya entendido la diferencia. Es una persona que no creció con estos medios, que tuvo que aprender a usarlos ya siendo adulta y nunca nadie le enseñó a discernir el contenido.

Pero parte del problema es que nos cuesta aprender a desaprender, a cuestionar lo que nos tiene cómodos, a soltar lo que era familiar, a aceptar que estábamos mal. ¿Aceptar que nos equivocamos, que en realidad no sabíamos y que estábamos mal? Eso duele. Duele en el ego.

Ahora vemos más seguido consejos para identificar la desinformación. Googlear lo que estamos leyendo para contrastarlo con otras fuentes, examinar si la fuente es segura o tiene fama de ser confiable, examinar el texto en sí: ¿cita sus fuentes? ¿sus argumentos están bien relacionados o se contradicen?, etc. Yo creo que todos esos consejos son muy buenos, especialmente para las generaciones que están creciendo en este nuevo mundo. Que se acostumbren a cuestionar todo lo que leen. ¿Pero qué pasa con la gente que ya es adulta mayor y no está acostumbrada a revisar todo lo que lee en el periódico? ¿Qué pasa con aquellas personas (de todas las edades) que no están dispuestas a ceder porque su ego no se los permite? ¿Qué pasa con quienes lo hacen por malicia, por establecer o mantener poder sobre otras personas? O, como decían en mi escuela, ¿qué pasa con quien miente para ser popular?

Buscar los hechos entre las mentiras es muy difícil porque a veces son los mismos hechos los que están «reempaquetados» de tal forma que dicen una mentira. Aprender a identificar las noticias falsas y a diferenciar entre las historias no contadas y las teorías conspirativas es complicado. Pero es algo que vale la pena hacer, aunque cueste tiempo y trabajo, aunque a veces nos falle, aunque dé flojera, aunque duela. Siempre es mejor moverse en la honestidad, tomando decisiones informadas, viendo las cosas como son.

En este mar de desinformación, lo mejor que podemos hacer es agarrar el pesado timón y aprender a navegar.

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